jueves, 21 de abril de 2016

La aventura de los molinos de viento, Miguel de Cervantes

                Iban hablando de reinos y reyes cuando descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento en aquel campo. Cuando don Quijote los vio, le dijo a su escudero:
                —La suerte va guiando nuestros pasos, porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, O pocos más, inmensos gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas. Así empezaremos a enriquecernos y haremos un gran servicio a Dios al quitar tan mala simiente de la tierra.
                —¿Qué gigantes? –preguntó Sancho Panza.
                —Aquellos que allí ves –respondió su amo– de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
                —Mire vuestra merced -dijo Sancho- que aquellos que allí se ven no son gigantes, sino molinos de viento. Y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, cuando el viento les da vueltas, hacen andar la piedra del molino.
—Bien se ve que no sabes de aventuras –le respondió don Quijote-. ¡Claro que son gigantes! Y si tienes miedo, quítate de ahí y reza mientras yo entro en batalla con ellos.
                Y diciendo esto, dio con las espuelas a Rocinante y sin hacer caso de los gritos de Sancho, que le decía que eran molinos de viento y no gigantes, se lanzó contra ellos. A grandes voces les decía:
                —¡Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os ataca!
                En eso se levantó un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse. Don Quijote, al verlo, les dijo:
                —Pues aunque mováis más brazos que el gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
                Y diciendo esto, pidiendo a su señora Dulcinea que lo ayudase, bien cubierto con su escudo, la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió al primer molino que estaba delante. Al darle una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia que hizo la lanza pedazos y se llevó tras de sí al caballo y al caballero, que cayó rodando por el campo.
                Acudió enseguida Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno. Y cuando llegó, vio que no se podía mover, ¡tal fue el golpe que Rocinante dio con él!
                —¡Válgame Dios! – dijo Sancho–. No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento?
                —Calla, amigo Sancho –respondió don Quijote-; que las cosas de la guerra están sujetas a continuos cambios. Ha sido aquel sabio Frestón, el que me robó el aposento y los libros, quien ha convertido estos gigantes en molinos para quitarme la gloria de vencerlos.
                Sancho le ayudó a levantarse y a subir en Rocinante, que algún buen golpe llevaba también. El buen hidalgo iba de medio lado por el dolor de la caída, pero le dijo a su escudero que los caballeros andantes no se quejaban de herida alguna aunque les salieran las tripas por ella. Sancho le dijo que él pensaba quejarse del dolor más pequeño si no fuera que eso del no quejarse también fuese propio de los escuderos. Y don Quijote le dijo, sonriéndose, que podría é1 quejarse lo que quisiera.
                Era ya hora de comer, y así se lo recordó Sancho. El caballero le dijo que é1 no iba a hacerlo, pero que podía comer cuanto quisiera. Sancho se acomodó lo mejor que pudo sobre el asno, sacó de las alforjas lo que había puesto y fue comiendo y caminando tras su señor sin olvidarse de beber -y con mucho gusto de la bota.
                Aquella noche la pasaron entre unos árboles. Don Quijote rompió una rama seca y con el hierro de la lanza rota hizo otra nueva. El hidalgo no durmió en toda la noche pensando en su señora Dulcinea, porque había leído en sus libros que los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados pensando en sus damas. En cambio, Sancho Panza, que tenía el estómago lleno y no de agua, durmió de un tirón. Lo despertó su amo. Sancho se puso triste al ver el poco vino que le quedaba, y su amo no quiso tampoco entonces comer nada. Se fueron hacia Puerto Lápice, y hacia las tres lo vieron ya a lo lejos.
                Don Quijote estaba convencido de que allí podría meter las manos hasta los codos en aventuras. Le advirtió a su escudero que, aunque le viera en peligro, no podía intervenir en la lucha a menos que advirtiera que le atacaba gente baja; que según las leyes de caballería, no podía enfrentarse a caballeros hasta que no fuese él  armado también caballero. Sancho le dijo que podía estar tranquilo, que en eso le obedecería al pie de la letra, porque él era muy pacífico. Pero si se metían con él, se defendería, y le importaría muy poco si eran caballeros O no.
                Estaban hablando de esto cuando asomaron por el camino dos frailes de San Benito, que iban sobre unas mulas que parecían dos dromedarios. Llevaban sus anteojos de camino –una especie de antifaz con cristales para protegerse del sol y del polvo– y quitasoles.
                Detrás de ellos venía un coche, con cuatro o cinco caballeros y dos mozos de mula a pie. En el coche venia una señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido que se iba a las Indias con un cargo importante. Los frailes no iban con ella, aunque seguían el mismo camino.
                En cuanto don Quijote los vio, dijo a su escudero:
                —O yo me engaño, O esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto. Esos bultos negros que se ven deben de ser encantadores que llevan a alguna princesa, que han raptado, en aquel coche. ¡Hay que liberarla enseguida!
                —Peor será esto que los molinos de viento –le dijo Sancho–.
                Mire, señor, que aquellos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de algún viajero. Mire bien lo que hace, no sea que el diablo le engañe.
                Pero tampoco le hizo caso esta vez don Quijote; sino que se puso en mitad del camino y, cuando vio que los frailes podían oírle, les dijo:
                —Gente endiablada, dejad enseguida las altas princesas que lleváis a la fuerza en ese coche. Si no, preparaos a morir como castigo a vuestras malas obras.
                Los frailes, admirados de la figura y de las palabras de don Quijote, detuvieron las riendas y le dijeron:
                —Señor caballero, nosotros no somos endiablados, sino dos frailes de San Benito y no sabemos si van o no a la fuerza en ese coche princesas.
                Pero don Quijote, diciendo que ya les conocía y llamándoles “fementida canalla”, atacó al primer fraile con tanta fuerza que, si él no se dejara caer de la mula, lo derribara. El segundo religioso, al ver el ataque a su compañero, golpeó con las piernas y talones a su mula y empezó a correr por el campo.
                Sancho, que vio en el suelo al fraile, bajó con gran rapidez de su asno y empezó a quitarle los hábitos. Dos mozos que lo vieron le preguntaron por qué lo hacía, y Sancho les dijo que cogía lo que le tocaba como despojos de la batalla que había ganado su señor. Los mozos, que no sabían de batallas, aprovechando que don Quijote estaba hablando con las del coche, le molieron a coces y lo dejaron tendido en el suelo, sin aliento y casi sin sentido. El fraile, muerto de miedo, subió encima de su mula y fue a la misma velocidad que su compañero en su busca, y los dos, sin esperar a saber más, siguieron su camino espantados de todo el suceso.
                Mientras tanto, don Quijote hablaba con la señora del coche como si fuera su libertador. Le decía que él, don Quijote de la Mancha, caballero andante y cautivo de la hermosa dona Dulcinea del Toboso, había acabado con sus robadores y que lo único que le pedía a cambio es que fuera a ver a su señora para contarle como la había liberado.
Le estuvo escuchando un escudero, vizcaíno, de los que acompañaban el coche. Al ver que no dejaba pasar el coche adelante, sino que decía que tenían que volver al Toboso, le asió de la lanza y le dijo que los dejara seguir su camino, que si no, lo mataría.
                Don Quijote, con mucho sosiego, le contestó que, si fuera caballero, ya hubiera castigado su atrevimiento. ¡Cómo se puso el vizcaíno al oír que decía que no era caballero! Le desafió a enfrentarse con él a espada. Don Quijote, sin dudar un instante, tiró la lanza y saco la espada. Cogió el escudo y atacó al vizcaíno con intención de quitarle la vida. El vizcaíno sacó también su espada, cogió una almohada del coche para que le sirviera como escudo y se fue hacia é1. Todos quisieron ponerlos en Paz, pero el vizcaíno decía que lo dejaran; que si no, é1 mismo iba a matar a su señora y a toda la gente que se lo estorbase. Aquélla, temerosa de lo que estaba viendo, mando al cochero que desviase un poco el coche, y desde lejos se puso a mirar la batalla.
                El vizcaíno le dio una gran cuchillada a don Quijote encima del hombro, pero el escudo le protegió. Al sentirlo, el caballero, invocó la ayuda de su señora Dulcinea, apretó la espada y arremetió contra el vizcaíno. Estaba el vizcaíno esperándole, protegido con la almohada, la espada en alto. Todos estaban mirando asombrados la batalla; la señora y sus criadas rezaban para que Dios les librase a ellas y a su escudero de aquel gran peligro. Don Quijote avanzaba contra el vizcaíno dispuesto a atravesarle con su espada…
                Y resulta que en ese punto deja el autor de esta historia pendiente la batalla, porque dice que no encontró nada más escrito de las hazañas de don Quijote. Por suerte el segundo autor de esta historia no quiso creer que no se conservaran en algún archivo, en algún escritorio de algún sabio de la Mancha, papeles que tratasen de este famoso caballero, y así no desesperó de hallar el fin de esta apacible historia. Cómo lo consiguió, lo contará enseguida.


Miguel de Cervantes: Don Quijote de la Mancha. (Adaptación: Rosa Navarro Durán.) 2015. Edebé. 

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