A1 amanecer, don
Quijote salió de la venta tan contento por verse ya armado caballero que
reventaba de gozo. Y acordándose de los consejos del ventero, decidió volver a
su casa para coger todo lo que le había dicho y pedirle a un vecino suyo, un
labrador pobre y con hijos, que fuese su escudero. Guio hacia su aldea a
Rocinante, que, al conocer el camino, iba tan deprisa que parecía que no ponía
los pies en el suelo.
No había andado mucho cuando le pareció oír
voces en un bosque que quedaba a su mano derecha, como si una persona se
quejase; y pensando que eran de un menesteroso que necesitaba su favor y ayuda,
encaminó a Rocinante hacia allá.
Nada más entrar en el bosque, vio una yegua
atada a una encina y en otra a un muchacho de unos quince años, desnudo de
medio cuerpo arriba. Un labrador le estaba azotando con el cinturón.
A cada azote le decía:
—La lengua quieta y los ojos listos.
Y el muchacho le
respondía:
—No lo haré mas,
señor mío. Y yo le prometo que tendré de aquí adelante más cuidado del rebaño.
Don Quijote, al
ver lo que pasaba, airado, le dijo al labrador:
—Descortés
caballero, estáis pegando a quien no puede defenderse. Subid sobre vuestro
caballo, tomad vuestra lanza –tenía una junto a la encina–, y yo os demostraré
cómo es de cobardes hacer 10 que estáis haciendo.
El labrador, que vio aquel hombre armado y la
lanza sobre su cara, se dio por muerto y con buenas palabras le respondió:
—Señor caballero, este muchacho que estoy
castigando es mi criado. Guarda un rebaño de ovejas que tengo cerca de aquí, y
es tan descuidado que cada día me falta una. Y porque castigo su descuido O
desvergüenza (no sé si es é1 quien las roba), dice que lo hago porque soy un
miserable y no quiero pagarle el jornal que le debo, ¡y por Dios que miente!
—¿"Miente» le dice delante de mí, ruin
villano? –dijo don Quijote–. Estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza.
Desatadle y pagadle inmediatamente.
El labrador bajó la cabeza y, sin responder
palabra, desató a su criado. Don Quijote le pregunto al chico cuanto le debía;
y é1 dijo que nueve meses, a siete reales por mes. Don Quijote contó –mal– y
dijo al labrador que al momento le diese los setenta y tres reales que le debía
si no quería morir.
El labrador, que quería descontarle tres pares
de zapatos de lo que le debía, ante la creciente indignación de don Quijote, le
dijo que no tenía allí dinero, que fuera Andrés a su casa y que le pagaría un
real tras otro. Y empezaron entonces a disputar Andrés y don Quijote. El
muchacho no quería ir a casa del amo porque temía que allí los azotes iban a
llover sobre é1; y el caballero le replicaba que se guardara muy mucho su amo
de hacer tal cosa, porque bastaba que jurase como caballero para que cumpliera
el juramento. Andrés replicaba que su amo no era caballero, sino Juan Haldudo
el Rico, vecino del Quintanar; y don Quijote seguía diciendo que hay Haldudos
caballeros y que cada uno era hijo
de sus obras.
Por
fin, el labrador juro por todas las órdenes de caballerías que le pagaría los
reales que le debía uno tras otro. Y don Quijote le amenazó con ir a buscarle y
hacerle cumplir el juramento, aunque se escondiese más que una lagartija, si no
cumplía su palabra.
Y añadió,
para que supiera quién le obligaba, que él era el valeroso don Quijote de la
Mancha. Diciendo esto, pico a Rocinante y se marchó.
No
bien hubo desaparecido don Quijote, el labrador volvió a atar a Andrés a la
encina y le dio todos los azotes que quiso. Luego le dejó ir para que fuera a
buscar a su defensor y que cumpliera su amenaza. Andrés, que juraba ir a buscar
al valeroso don Quijote de la Mancha, se fue llorando, y su amo se quedo
riendo.
Así
deshizo el agravio el valeroso caballero, que iba camino de su casa
contentísimo de su primera hazaña.
En
esto llegó a un camino que se dividía en cuatro y se acordó de las encrucijadas
en donde los caballeros se ponían a pensar qué camino tomarían. Por imitarlos,
estuvo un rato quieto, pensando, y al final dejo que eligiera Rocinante, que
escogió enseguida el camino de casa.
Habían
andado ya unas dos leguas cuando don Quijote vio venir un grupo de gente; luego
se sabría que eran mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Eran
seis, venían con sus quitasoles, cuatro criados a caballo y tres mozos de mula
a pie.
Nada
más verlos, don Quijote creyó que iba a su encuentro una nueva aventura, y por
imitar los libros que había leído, se le ocurrió poner en práctica uno de los
pasos habituales en ellos.
Afirmó
bien los pies en los estribos, apretó la lanza y, puesto en la mitad camino, estuvo
esperando a que llegaran los caballeros andantes que é1 veía. Y cuando lo
hicieron, les dijo:
—Todo
el mundo se detenga si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par
Dulcinea del Toboso.
Los
mercaderes se detuvieron al ver y oír a tan extraña figura; y, aunque enseguida
se dieron cuenta de su locura, quisieron ver en qué paraba la confesión que les
pedía. Uno de ellos, que era un poco burlón, le dijo que no sabían quién era
tal señora; pero que, si les mostraba un retrato y veían que era tan hermosa
como decía, confesarían tal verdad con mucho gusto.
Don
Quijote replicó al punto:
—Si
os la mostrara, ¡qué mérito tendría confesar una verdad tan clara? La importancia está en que, sin verla, lo
habéis de creer, confesar, jurar y defender. Y si no, entraréis conmigo en
batalla, O uno a uno, como pide la orden de caballería, O todos juntos, como es
costumbre de gente como vosotros.
Al
oírle, el mercader siguió pidiéndole que les ensenara un retrato para que ellos
no confesaran algo que no habían visto; y añadió que ya casi estaban dispuestos
a jurarlo aunque el retrato mostrara que la dama era tuerta de un ojo y que del
otro le salía bermellón O azufre.
¡Con
qué cólera contestó don Quijote!
—No
le sale, canalla infame, eso que decís, sino ámbar; y no es tuerta ni
corcovada, sino más derecha que un huso. ¡Pero vosotros pagaréis la gran
blasfemia que habéis dicho contra ta1 beldad como es la de mi señora!
Y
arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con ta1 furia que, si
la buena suerte no hiciera que en mitad del camino tropezara y cayera
Rocinante, lo pasara muy mal el atrevido mercader. El caballero fue rodando por
el camino y cuando se quiso levantar, no pudo porque el peso de las antiguas
armas se lo impedía. Y a pesar de su lamentable situación, seguía diciendo:
—Non
fuyáis, gente cobarde, que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí
tendido!
Un
mozo de mulas, al ver que seguía con su arrogancia, le cogió la lanza, la hizo
pedazos y con uno de ellos le empezó a dar tantos palos que lo dejó molido. Y
luego continuó con los otros trozos la tempestad de palos sobre el miserable
caballero caído, que aun así seguía amenazando a cielo y tierra.
Al
final, el mozo se cansó, y los mercaderes siguieron el camino dejando al pobre
apaleado tendido en el camino.
Texto adaptado: versión de Rosa Navarro; Edebé, 2015.
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