martes, 26 de abril de 2016

Ulises y las sirenas

 Tras pasar un tiempo en el palacio de Circe, Ulises emprende definitivamente el camino a Ítaca. La diosa, antes de dejarle partir, le adelanta algunas de las aventuras que va a vivir. La primera de ellas será el encuentro con las sirenas.

Entonces dije a mis compañeros con corazón acongojado:

–Amigos, es preciso que todos –y no sólo uno o dos conozcáis las predicciones que me ha hecho Circe, la divina entre las diosas. Así que os las voy a decir para que, después de conocerlas, perezcamos o consigamos escapar evitando la muerte y el destino.

–Antes que nada me ordenó que evitáramos a las divinas Sirenas y su florido prado. Ordenó que sólo yo escuchara su voz; mas atadme con dolorosas ligaduras para que permanezca firme allí, junto al mástil; que sujeten a éste las amarras, y si os suplico o doy órdenes de que me desatéis, apretadme todavía con más cuerdas.
Así es como yo explicaba cada detalle a mis compañeros.
Entretanto la bien fabricada nave llegó velozmente a la isla de las dos Sirenas –pues la impulsaba próspero viento–. Pero enseguida cesó éste y se hizo una bonanza apacible, pues un dios había calmado el oleaje.
Levantáronse mis compañeros para plegar las velas y las pusieron sobre la cóncava nave y, sentándose al remo, blanqueaban el agua con los pulimentados remos.
Entonces yo partí en trocitos, con el agudo bronce, un gran pan de cera y lo apreté con mis pesadas manos. Enseguida se calentó la cera –pues la oprimían mi gran fuerza y el brillo del soberano Helios Hiperiónida– y la unté por orden en los oídos de todos mis compañeros. Éstos, a su vez, me ataron igual de manos que de pies, firme junto al mástil –sujetaron a éste las amarras– y, sentándose, batían el canoso mar con los remos.


Conque, cuando la nave estaba a una distancia en que se oye a un hombre al gritar en nuestra veloz marcha, no se les ocultó a las Sirenas que se acercaba y entonaron su sonoro canto:
–Vamos, famoso Odiseo, gran honra de los aqueos, ven aquí y haz detener tu nave para que puedas oír nuestra voz. Que nadie ha pasado de largo con su negra nave sin escuchar la dulce voz de nuestras bocas, sino que ha regresado después de gozar con ella y saber más cosas. Pues sabemos todo cuanto los argivos y troyanos trajinaron en la vasta Troya por voluntad de los dioses. Sabemos cuanto sucede sobre la tierra fecunda.
Así decían lanzando su hermosa voz. Entonces mi corazón deseó escucharlas y ordené a mis compañeros que me soltaran haciéndoles señas con mis cejas, pero ellos se echaron hacia adelante y remaban, y luego se levantaron Perimedes y Euríloco y me ataron con más cuerdas, apretándome todavía más.
Cuando por fin las habían pasado de largo y ya no se oía más la voz de las Sirenas ni su canto, se quitaron la cera mis fieles compañeros, la que yo había untado en sus oídos, y a mí me soltaron de las amarras. 

Homero: La Odisea (adaptación).
http://irenia.blogia.com/2003/120301-la-odisea-y-las-sirenas.php

lunes, 25 de abril de 2016

Cuestión de identidad, Fernando del Paso

La palabra no es vieja,
por fortuna.
Yo no soy la palabra,
por desgracia.
Cuando la palabra me dice,
la palabra me retrata.
Cuando digo a la palabra,
la palabra se espanta.
La palabra es un río cuando el río es un cometa.
Un cometa es la nube cuando la nube llueve,
la nube llueve cuando en mi cuaderno
escribo la palabra “lluvia” mil veces.
Yo no soy la palabra
pero quisiera serlo
para volar con ella
de tiempo en tiempo,
de boca en boca.
Fernando del Paso ha ganado el Premio Cervantes 2016

viernes, 22 de abril de 2016

Romeo y Julieta, William Shakespeare

ROMEO [adelantándose] Se ríe de las heridas quien no las ha sufrido. Pero, alto. ¿Qué luz alumbra esa ventana? Es el oriente, y Julieta, el sol. Sal, bello sol, y mata a la luna envidiosa, que está enferma y pálida de pena porque tú, que la sirves, eres más hermoso. Si es tan envidiosa, no seas su sirviente. Su ropa de vestal es de un verde apagado que sólo llevan los bobos ¡Tírala! (Entra JULIETA arriba, en el balcón]
¡Ah, es mi dama, es mi amor! ¡Ojalá lo supiera! Mueve los labios, mas no habla. No importa: hablan sus ojos; voy a responderles. ¡Qué presuntuoso! No me habla a mí. Dos de las estrellas más hermosas del cielo tenían que ausentarse y han rogado a sus ojos que brillen en su puesto hasta que vuelvan. ¿Y si ojos se cambiasen con estrellas? El fulgor de su mejilla les haría avergonzarse, como la luz del día a una lámpara; y sus ojos lucirían en el cielo tan brillantes que, al no haber noche, cantarían las aves. ¡Ved cómo apoya la mejilla en la mano! ¡Ah, quién fuera el guante de esa mano por tocarle la mejilla!
JULIETA ¡Ay de mí!
ROMEO Ha hablado. ¡Ah, sigue hablando, ángel radiante, pues, en tu altura, a la noche le das tanto esplendor como el alado mensajero de los cielos ante los ojos en blanco y extasiados de mortales que alzan la mirada cuando cabalga sobre nube perezosa y surca el seno de los aires!
JULIETA ¡Ah, Romeo, Romeo! ¿Por qué eres Romeo? Niega a tu padre y rechaza tu nombre, o, si no, júrame tu amor y ya nunca seré una Capuleto.
ROMEO ¿La sigo escuchando o le hablo ya?
JULIETA Mi único enemigo es tu nombre. Tú eres tú, aunque seas un Montesco. ¿Qué es «Montesco» ? Ni mano, ni pie, ni brazo, ni cara, ni parte del cuerpo. ¡Ah, ponte otro nombre! ¿Qué tiene un nombre? Lo que llamamos rosa sería tan fragante con cualquier otro nombre. Si Romeo no se llamase Romeo, conservaría su propia perfección sin ese nombre. Romeo, quítate el nombre y, a cambio de él, que es parte de ti, ¡tómame entera!
ROMEO Te tomo la palabra. Llámame « amor » y volveré a bautizarme: desde hoy nunca más seré Romeo.
JULIETA ¿Quién eres tú, que te ocultas en la noche e irrumpes en mis pensamientos?
ROMEO Con un nombre no sé decirte quién soy. Mi nombre, santa mía, me es odioso porque es tu enemigo. Si estuviera escrito, rompería el papel.
JULIETA Mis oídos apenas han sorbido cien palabras de tu boca y ya te conozco por la voz. ¿No eres Romeo, y además Montesco?
ROMEO No, bella mía, si uno a otro te disgusta.
JULIETA Dime, ¿cómo has llegado hasta aquí y por qué? Las tapias de este huerto son muy altas y, siendo quien eres, el lugar será tu muerte si alguno de los míos te descubre.
ROMEO Con las alas del amor salté la tapia, pues para el amor no hay barrera de piedra, y, como el amor lo que puede siempre intenta, los tuyos nada pueden contra mí.
JULIETA Si te ven, te matarán.
ROMEO ¡Ah! Más peligro hay en tus ojos que en veinte espadas suyas. Mírame con dulzura y quedo a salvo de su hostilidad.
JULIETA Por nada del mundo quisiera que te viesen.
ROMEO Me oculta el manto de la noche y, si no me quieres, que me encuentren: mejor que mi vida acabe por su odio que ver cómo se arrastra sin tu amor.
JULIETA ¿Quién te dijo dónde podías encontrarme?
ROMEO El amor, que me indujo a preguntar. Él me dio consejo; yo mis ojos le presté. No soy piloto, pero, aunque tú estuvieras lejos, en la orilla más distante de los mares más remotos, zarparía tras un tesoro como tú.
JULIETA La noche me oculta con su velo; si no, el rubor teñiría mis mejillas por lo que antes me has oído decir. ¡Cuánto me gustaría seguir las reglas, negar lo dicho! Pero, ¡adiós al fingimiento! ¿Me quieres? Sé que dirás que sí y te creeré. Si jurases, podrías ser perjuro: dicen que Júpiter se ríe de los perjurios de amantes. ¡Ah, gentil Romeo! Si me quieres, dímelo de buena fe. O, si crees que soy tan fácil, me pondré áspera y rara, y diré « no » con tal que me enamores, y no más que por ti. Mas confía en mí: demostraré ser más fiel que las que saben fingirse distantes. Reconozco que habría sido más cauta si tú, a escondidas, no hubieras oído mi confesión de amor. Así que, perdóname y no juzgues liviandad esta entrega que la oscuridad de la noche ha descubierto.
ROMEO Juro por esa luna santa que platea las copas de estos árboles...
JULIETA Ah, no jures por la luna, esa inconstante que cada mes cambia en su esfera, no sea que tu amor resulte tan variable.
ROMEO ¿Por quién voy a jurar?
JULIETA No jures; o, si lo haces, jura por tu ser adorable, que es el dios de mi idolatría, y te creeré.
ROMEO Si el amor de mi pecho...
JULIETA No jures. Aunque seas mi alegría, no me alegra nuestro acuerdo de esta noche: demasiado brusco, imprudente, repentino, igual que el relámpago, que cesa antes de poder nombrarlo. Amor, buenas noches. Con el aliento del verano, este brote amoroso puede dar bella flor cuando volvamos a vernos. Adiós, buenas noches. Que el dulce descanso se aloje en tu pecho igual que en mi ánimo.
ROMEO ¿Y me dejas tan insatisfecho?
JULIETA ¿Qué satisfacción esperas esta noche?
ROMEO La de jurarnos nuestro amor.
JULIETA El mío te lo di sin que lo pidieras; ojalá se pudiese dar otra vez.
ROMEO ¿Te lo llevarías? ¿Para qué, mi amor?
JULIETA Para ser generosa y dártelo otra vez. Y, sin embargo, quiero lo que tengo. Mi generosidad es inmensa como el mar, mi amor, tan hondo; cuanto más te doy, más tengo, pues los dos son infinitos. [Llama el AMA dentro.]
Oigo voces dentro. Adiós, mi bien. -¡Ya voy, ama!-Buen Montesco, sé fiel. Espera un momento, vuelvo en seguida. [Sale. ]

ROMEO ¡Ah, santa, santa noche! Temo que, siendo de noche, todo sea un sueño, harto halagador y sin realidad.

jueves, 21 de abril de 2016

La aventura de los molinos de viento, Miguel de Cervantes

                Iban hablando de reinos y reyes cuando descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento en aquel campo. Cuando don Quijote los vio, le dijo a su escudero:
                —La suerte va guiando nuestros pasos, porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, O pocos más, inmensos gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas. Así empezaremos a enriquecernos y haremos un gran servicio a Dios al quitar tan mala simiente de la tierra.
                —¿Qué gigantes? –preguntó Sancho Panza.
                —Aquellos que allí ves –respondió su amo– de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
                —Mire vuestra merced -dijo Sancho- que aquellos que allí se ven no son gigantes, sino molinos de viento. Y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, cuando el viento les da vueltas, hacen andar la piedra del molino.
—Bien se ve que no sabes de aventuras –le respondió don Quijote-. ¡Claro que son gigantes! Y si tienes miedo, quítate de ahí y reza mientras yo entro en batalla con ellos.
                Y diciendo esto, dio con las espuelas a Rocinante y sin hacer caso de los gritos de Sancho, que le decía que eran molinos de viento y no gigantes, se lanzó contra ellos. A grandes voces les decía:
                —¡Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os ataca!
                En eso se levantó un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse. Don Quijote, al verlo, les dijo:
                —Pues aunque mováis más brazos que el gigante Briareo, me lo habéis de pagar.
                Y diciendo esto, pidiendo a su señora Dulcinea que lo ayudase, bien cubierto con su escudo, la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió al primer molino que estaba delante. Al darle una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia que hizo la lanza pedazos y se llevó tras de sí al caballo y al caballero, que cayó rodando por el campo.
                Acudió enseguida Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno. Y cuando llegó, vio que no se podía mover, ¡tal fue el golpe que Rocinante dio con él!
                —¡Válgame Dios! – dijo Sancho–. No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento?
                —Calla, amigo Sancho –respondió don Quijote-; que las cosas de la guerra están sujetas a continuos cambios. Ha sido aquel sabio Frestón, el que me robó el aposento y los libros, quien ha convertido estos gigantes en molinos para quitarme la gloria de vencerlos.
                Sancho le ayudó a levantarse y a subir en Rocinante, que algún buen golpe llevaba también. El buen hidalgo iba de medio lado por el dolor de la caída, pero le dijo a su escudero que los caballeros andantes no se quejaban de herida alguna aunque les salieran las tripas por ella. Sancho le dijo que él pensaba quejarse del dolor más pequeño si no fuera que eso del no quejarse también fuese propio de los escuderos. Y don Quijote le dijo, sonriéndose, que podría é1 quejarse lo que quisiera.
                Era ya hora de comer, y así se lo recordó Sancho. El caballero le dijo que é1 no iba a hacerlo, pero que podía comer cuanto quisiera. Sancho se acomodó lo mejor que pudo sobre el asno, sacó de las alforjas lo que había puesto y fue comiendo y caminando tras su señor sin olvidarse de beber -y con mucho gusto de la bota.
                Aquella noche la pasaron entre unos árboles. Don Quijote rompió una rama seca y con el hierro de la lanza rota hizo otra nueva. El hidalgo no durmió en toda la noche pensando en su señora Dulcinea, porque había leído en sus libros que los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados pensando en sus damas. En cambio, Sancho Panza, que tenía el estómago lleno y no de agua, durmió de un tirón. Lo despertó su amo. Sancho se puso triste al ver el poco vino que le quedaba, y su amo no quiso tampoco entonces comer nada. Se fueron hacia Puerto Lápice, y hacia las tres lo vieron ya a lo lejos.
                Don Quijote estaba convencido de que allí podría meter las manos hasta los codos en aventuras. Le advirtió a su escudero que, aunque le viera en peligro, no podía intervenir en la lucha a menos que advirtiera que le atacaba gente baja; que según las leyes de caballería, no podía enfrentarse a caballeros hasta que no fuese él  armado también caballero. Sancho le dijo que podía estar tranquilo, que en eso le obedecería al pie de la letra, porque él era muy pacífico. Pero si se metían con él, se defendería, y le importaría muy poco si eran caballeros O no.
                Estaban hablando de esto cuando asomaron por el camino dos frailes de San Benito, que iban sobre unas mulas que parecían dos dromedarios. Llevaban sus anteojos de camino –una especie de antifaz con cristales para protegerse del sol y del polvo– y quitasoles.
                Detrás de ellos venía un coche, con cuatro o cinco caballeros y dos mozos de mula a pie. En el coche venia una señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido que se iba a las Indias con un cargo importante. Los frailes no iban con ella, aunque seguían el mismo camino.
                En cuanto don Quijote los vio, dijo a su escudero:
                —O yo me engaño, O esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto. Esos bultos negros que se ven deben de ser encantadores que llevan a alguna princesa, que han raptado, en aquel coche. ¡Hay que liberarla enseguida!
                —Peor será esto que los molinos de viento –le dijo Sancho–.
                Mire, señor, que aquellos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de algún viajero. Mire bien lo que hace, no sea que el diablo le engañe.
                Pero tampoco le hizo caso esta vez don Quijote; sino que se puso en mitad del camino y, cuando vio que los frailes podían oírle, les dijo:
                —Gente endiablada, dejad enseguida las altas princesas que lleváis a la fuerza en ese coche. Si no, preparaos a morir como castigo a vuestras malas obras.
                Los frailes, admirados de la figura y de las palabras de don Quijote, detuvieron las riendas y le dijeron:
                —Señor caballero, nosotros no somos endiablados, sino dos frailes de San Benito y no sabemos si van o no a la fuerza en ese coche princesas.
                Pero don Quijote, diciendo que ya les conocía y llamándoles “fementida canalla”, atacó al primer fraile con tanta fuerza que, si él no se dejara caer de la mula, lo derribara. El segundo religioso, al ver el ataque a su compañero, golpeó con las piernas y talones a su mula y empezó a correr por el campo.
                Sancho, que vio en el suelo al fraile, bajó con gran rapidez de su asno y empezó a quitarle los hábitos. Dos mozos que lo vieron le preguntaron por qué lo hacía, y Sancho les dijo que cogía lo que le tocaba como despojos de la batalla que había ganado su señor. Los mozos, que no sabían de batallas, aprovechando que don Quijote estaba hablando con las del coche, le molieron a coces y lo dejaron tendido en el suelo, sin aliento y casi sin sentido. El fraile, muerto de miedo, subió encima de su mula y fue a la misma velocidad que su compañero en su busca, y los dos, sin esperar a saber más, siguieron su camino espantados de todo el suceso.
                Mientras tanto, don Quijote hablaba con la señora del coche como si fuera su libertador. Le decía que él, don Quijote de la Mancha, caballero andante y cautivo de la hermosa dona Dulcinea del Toboso, había acabado con sus robadores y que lo único que le pedía a cambio es que fuera a ver a su señora para contarle como la había liberado.
Le estuvo escuchando un escudero, vizcaíno, de los que acompañaban el coche. Al ver que no dejaba pasar el coche adelante, sino que decía que tenían que volver al Toboso, le asió de la lanza y le dijo que los dejara seguir su camino, que si no, lo mataría.
                Don Quijote, con mucho sosiego, le contestó que, si fuera caballero, ya hubiera castigado su atrevimiento. ¡Cómo se puso el vizcaíno al oír que decía que no era caballero! Le desafió a enfrentarse con él a espada. Don Quijote, sin dudar un instante, tiró la lanza y saco la espada. Cogió el escudo y atacó al vizcaíno con intención de quitarle la vida. El vizcaíno sacó también su espada, cogió una almohada del coche para que le sirviera como escudo y se fue hacia é1. Todos quisieron ponerlos en Paz, pero el vizcaíno decía que lo dejaran; que si no, é1 mismo iba a matar a su señora y a toda la gente que se lo estorbase. Aquélla, temerosa de lo que estaba viendo, mando al cochero que desviase un poco el coche, y desde lejos se puso a mirar la batalla.
                El vizcaíno le dio una gran cuchillada a don Quijote encima del hombro, pero el escudo le protegió. Al sentirlo, el caballero, invocó la ayuda de su señora Dulcinea, apretó la espada y arremetió contra el vizcaíno. Estaba el vizcaíno esperándole, protegido con la almohada, la espada en alto. Todos estaban mirando asombrados la batalla; la señora y sus criadas rezaban para que Dios les librase a ellas y a su escudero de aquel gran peligro. Don Quijote avanzaba contra el vizcaíno dispuesto a atravesarle con su espada…
                Y resulta que en ese punto deja el autor de esta historia pendiente la batalla, porque dice que no encontró nada más escrito de las hazañas de don Quijote. Por suerte el segundo autor de esta historia no quiso creer que no se conservaran en algún archivo, en algún escritorio de algún sabio de la Mancha, papeles que tratasen de este famoso caballero, y así no desesperó de hallar el fin de esta apacible historia. Cómo lo consiguió, lo contará enseguida.


Miguel de Cervantes: Don Quijote de la Mancha. (Adaptación: Rosa Navarro Durán.) 2015. Edebé. 

martes, 19 de abril de 2016

Autorretrato, Miguel de Cervantes

Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha , y del que hizo el Viaje del Parnaso , a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria.

Miguel de Cervantes: Novelas ejemplares.

lunes, 18 de abril de 2016

Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como
su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
Miguel de Cervantes: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Parte I; Cap.I
http://www.elmundo.es/quijote/capitulo.html?cual=1

viernes, 15 de abril de 2016

Venus, Rubén Dario

En la tranquila noche, mis nostalgias amargas sufría. 
En busca de quietud bajé al fresco y callado jardín. 
En el obscuro cielo Venus bella temblando lucía, 
como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín. 

A mi alma enamorada, una reina oriental parecía, 
que esperaba a su amante bajo el techo de su camarín, 
o que, llevada en hombros, la profunda extensión recorría, 
triunfante y luminosa, recostada sobre un palanquín. 

«¡Oh, reina rubia! ?díjele?, mi alma quiere dejar su crisálida 
y volar hacia ti, y tus labios de fuego besar; 
y flotar en el nimbo que derrama en tu frente luz pálida, 

y en siderales éxtasis no dejarte un momento de amar». 
El aire de la noche refrescaba la atmósfera cálida. 
Venus, desde el abismo, me miraba con triste mirar.

jueves, 14 de abril de 2016

El perro que deseaba ser humano, Augusto Monterroso

En la casa de un rico mercader de la Ciudad de México, rodeado de comodidades y de toda clase de máquinas, vivía no hace mucho tiempo un Perro al que se le había metido en la cabeza convertirse en un ser humano, y trabajaba con ahínco en esto.
Al cabo de varios años, y después de persistentes esfuerzos sobre sí mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya a punto de ser un hombre, excepto por el hecho de que no mordía, movía la cola cuando encontraba a algún conocido, daba tres vueltas antes de acostarse, salivaba cuando oía las campanas de la iglesia, y por las noches se subía a una barda a gemir viendo largamente a la luna.

La oveja negra y otras fábulas.

miércoles, 13 de abril de 2016

Baucis y Filemón

Zeus y Hermes descendieron desde el monte Olimpo a la tierra para comprobar la hospitalidad de los habitantes de Frigia. Llamaron a mil puertas pidiendo abrigo y descanso pero todas permanecieron cerradas. La única casa que los acogió fue la de Filemón y Baucis, una pareja de pobres ancianos que vivían en una pequeña y humilde choza de las colinas.

El anciano Filemón les invitó a sentarse en un banco de madera sobre el que su esposa había colocado una manta. Baucis removió las brasas de la chimenea para reavivar el fuego, lo alimentó con hojarasca y cortezas secas, y con su débil soplo de anciana hizo renacer de nuevo las llamas. En un pequeño caldero preparó una humilde pero sabrosa comida para sus huéspedes con un repollo, que su esposo había recogido aquella misma tarde del huerto, y una loncha de lomo de cerdo ahumado, que tenían colgado de una viga. Ofrecieron a los viajeros una cubeta de madera de haya con agua tibia para que pudieran descansar y calentarse los pies.

Baucis limpió la mesa con verdes hojas de menta y sirvió aceitunas, verdes y negras, cerezas maceradas en vino, endibias, rábanos, cuajada, huevos y un buen vino. El guiso de repollo estaba exquisito y fue muy alabado por todos los comensales. Los postres consistieron en nueces, higos secos, dátiles, ciruelas, manzanas aromáticas, uvas y un reluciente panal de miel que colocaron en el centro de la mesa. La generosidad y hospitalidad de los dos ancianos les había hecho ofrecer a sus huéspedes todo lo que tenían y, siempre, mostrando un rostro afable y sonriente.

Filemón y Baucis observaron que la jarra de vino, que habían vaciado varias veces, se volvía a llenar sola. Se dieron cuenta que aquellos hombres eran, en realidad, dioses y les imploraron perdón por la escasa comida y la pobreza de su casa. Filemón se levantó a sacrificar el único ganso que tenían para ofrecérselo a los dioses.

Entonces Zeus les dijo:

-Es verdad que somos dioses y vamos a castigar a todos los habitantes de esta comarca por su falta de hospitalidad. ¡Seguidnos hasta la cima del monte!

Cuando llegaron a la cumbre vieron que un enorme lago había sumergido toda la región ahogando a todos los habitantes de Frigia. Lo único que no se había cubierto por las aguas era su humilde choza.

Filemón y Baucis, asombrados por lo que estaban viendo, lloraban por sus vecinos y en aquel momento su vieja y pequeña cabaña se transformó en un hermoso templo.
Zeus les dijo:

-Pedidme lo que queráis.

Filemón habló brevemente con Baucis y expuso este deseo a los dioses:

- Puesto que hemos vivido juntos en esta tierra toda nuestra vida queremos seguir aquí como guardianes y sacerdotes de vuestro templo y también deseamos que la muerte nos lleve a los dos al mismo tiempo para que yo jamás pueda ver la tumba de mi esposa y ella no tenga que enterrarme a mí.

Y así juntos y felices durante muchos años. Cuando les llegó la hora, Zeus cumplió su deseo y los transformó en dos árboles, un tilo y una encina, que desde entonces crecen juntos en la puerta del templo.

Mitología para niños: www.elhuevodechocolate.com

martes, 12 de abril de 2016

Soneto de la dulce queja, Federico García Lorca

Tengo miedo a perder la maravilla 
de tus ojos de estatua y el acento 
que de noche me pone en la mejilla 
la solitaria rosa de tu aliento.

Tengo pena de ser en esta orilla 
tronco sin ramas; y lo que más siento 
es no tener la flor, pulpa o arcilla, 
para el gusano de mi sufrimiento.

Si tú eres el tesoro oculto mío, 
si eres mi cruz y mi dolor mojado, 
si soy el perro de tu señorío,

no me dejes perder lo que he ganado 
y decora las aguas de tu río 
con hojas de mi otoño enajenado.


lunes, 11 de abril de 2016

De lo que ocurre a don Quijote cuando sale de la venta, Miguel de Cervantes

A1 amanecer, don Quijote salió de la venta tan contento por verse ya armado caballero que reventaba de gozo. Y acordándose de los consejos del ventero, decidió volver a su casa para coger todo lo que le había dicho y pedirle a un vecino suyo, un labrador pobre y con hijos, que fuese su escudero. Guio hacia su aldea a Rocinante, que, al conocer el camino, iba tan deprisa que parecía que no ponía los pies en el suelo.
No había andado mucho cuando le pareció oír voces en un bosque que quedaba a su mano derecha, como si una persona se quejase; y pensando que eran de un menesteroso que necesitaba su favor y ayuda, encaminó a Rocinante hacia allá.
Nada más entrar en el bosque, vio una yegua atada a una encina y en otra a un muchacho de unos quince años, desnudo de medio cuerpo arriba. Un labrador le estaba azotando con el cinturón.
A cada azote le decía:
—La lengua quieta y los ojos listos.
Y el muchacho le respondía:
—No lo haré mas, señor mío. Y yo le prometo que tendré de aquí adelante más cuidado del rebaño.
Don Quijote, al ver lo que pasaba, airado, le dijo al labrador:
—Descortés caballero, estáis pegando a quien no puede defenderse. Subid sobre vuestro caballo, tomad vuestra lanza –tenía una junto a la encina–, y yo os demostraré cómo es de cobardes hacer 10 que estáis haciendo.
El labrador, que vio aquel hombre armado y la lanza sobre su cara, se dio por muerto y con buenas palabras le respondió:
—Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es mi criado. Guarda un rebaño de ovejas que tengo cerca de aquí, y es tan descuidado que cada día me falta una. Y porque castigo su descuido O desvergüenza (no sé si es é1 quien las roba), dice que lo hago porque soy un miserable y no quiero pagarle el jornal que le debo, ¡y por Dios que miente!
—¿"Miente» le dice delante de mí, ruin villano? –dijo don Quijote–. Estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Desatadle y pagadle inmediatamente.
El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado. Don Quijote le pregunto al chico cuanto le debía; y é1 dijo que nueve meses, a siete reales por mes. Don Quijote contó –mal– y dijo al labrador que al momento le diese los setenta y tres reales que le debía si no quería morir.
El labrador, que quería descontarle tres pares de zapatos de lo que le debía, ante la creciente indignación de don Quijote, le dijo que no tenía allí dinero, que fuera Andrés a su casa y que le pagaría un real tras otro. Y empezaron entonces a disputar Andrés y don Quijote. El muchacho no quería ir a casa del amo porque temía que allí los azotes iban a llover sobre é1; y el caballero le replicaba que se guardara muy mucho su amo de hacer tal cosa, porque bastaba que jurase como caballero para que cumpliera el juramento. Andrés replicaba que su amo no era caballero, sino Juan Haldudo el Rico, vecino del Quintanar; y don Quijote seguía diciendo que hay Haldudos caballeros y que cada uno era hijo de sus obras.
Por fin, el labrador juro por todas las órdenes de caballerías que le pagaría los reales que le debía uno tras otro. Y don Quijote le amenazó con ir a buscarle y hacerle cumplir el juramento, aunque se escondiese más que una lagartija, si no cumplía su palabra.
Y añadió, para que supiera quién le obligaba, que él era el valeroso don Quijote de la Mancha. Diciendo esto, pico a Rocinante y se marchó.
No bien hubo desaparecido don Quijote, el labrador volvió a atar a Andrés a la encina y le dio todos los azotes que quiso. Luego le dejó ir para que fuera a buscar a su defensor y que cumpliera su amenaza. Andrés, que juraba ir a buscar al valeroso don Quijote de la Mancha, se fue llorando, y su amo se quedo riendo.
Así deshizo el agravio el valeroso caballero, que iba camino de su casa contentísimo de su primera hazaña.
En esto llegó a un camino que se dividía en cuatro y se acordó de las encrucijadas en donde los caballeros se ponían a pensar qué camino tomarían. Por imitarlos, estuvo un rato quieto, pensando, y al final dejo que eligiera Rocinante, que escogió enseguida el camino de casa.
Habían andado ya unas dos leguas cuando don Quijote vio venir un grupo de gente; luego se sabría que eran mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, venían con sus quitasoles, cuatro criados a caballo y tres mozos de mula a pie.
Nada más verlos, don Quijote creyó que iba a su encuentro una nueva aventura, y por imitar los libros que había leído, se le ocurrió poner en práctica uno de los pasos habituales en ellos.
Afirmó bien los pies en los estribos, apretó la lanza y, puesto en la mitad camino, estuvo esperando a que llegaran los caballeros andantes que é1 veía. Y cuando lo hicieron, les dijo:
—Todo el mundo se detenga si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
Los mercaderes se detuvieron al ver y oír a tan extraña figura; y, aunque enseguida se dieron cuenta de su locura, quisieron ver en qué paraba la confesión que les pedía. Uno de ellos, que era un poco burlón, le dijo que no sabían quién era tal señora; pero que, si les mostraba un retrato y veían que era tan hermosa como decía, confesarían tal verdad con mucho gusto.
Don Quijote replicó al punto:
—Si os la mostrara, ¡qué mérito tendría confesar una verdad tan clara? La  importancia está en que, sin verla, lo habéis de creer, confesar, jurar y defender. Y si no, entraréis conmigo en batalla, O uno a uno, como pide la orden de caballería, O todos juntos, como es costumbre de gente como vosotros.
Al oírle, el mercader siguió pidiéndole que les ensenara un retrato para que ellos no confesaran algo que no habían visto; y añadió que ya casi estaban dispuestos a jurarlo aunque el retrato mostrara que la dama era tuerta de un ojo y que del otro le salía bermellón O azufre.
¡Con qué cólera contestó don Quijote!
—No le sale, canalla infame, eso que decís, sino ámbar; y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso. ¡Pero vosotros pagaréis la gran blasfemia que habéis dicho contra ta1 beldad como es la de mi señora!
Y arremetió con la lanza baja contra el que lo había dicho, con ta1 furia que, si la buena suerte no hiciera que en mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara muy mal el atrevido mercader. El caballero fue rodando por el camino y cuando se quiso levantar, no pudo porque el peso de las antiguas armas se lo impedía. Y a pesar de su lamentable situación, seguía diciendo:
—Non fuyáis, gente cobarde, que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido!
Un mozo de mulas, al ver que seguía con su arrogancia, le cogió la lanza, la hizo pedazos y con uno de ellos le empezó a dar tantos palos que lo dejó molido. Y luego continuó con los otros trozos la tempestad de palos sobre el miserable caballero caído, que aun así seguía amenazando a cielo y tierra.

Al final, el mozo se cansó, y los mercaderes siguieron el camino dejando al pobre apaleado tendido en el camino.

Texto adaptado: versión de Rosa Navarro; Edebé, 2015.

viernes, 8 de abril de 2016

La casa de Asterión, Jorge Luis Borges

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)1 están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta oAhora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

jueves, 7 de abril de 2016

Tu risa, Pablo Neruda

Quítame el pan, si quieres,
quítame el aire, pero
no me quites tu risa.
No me quites la rosa,
la lanza que desgranas,
el agua que de pronto
estalla en tu alegría,
la repentina ola
de plata que te nace.
Mi lucha es dura y vuelvo
con los ojos cansados
a veces de haber visto
la tierra que no cambia,
pero al entrar tu risa
sube al cielo buscándome
y abre para mí todas
las puertas de la vida.
Amor mío, en la hora
más oscura desgrana
tu risa, y si de pronto
ves que mi sangre mancha
las piedras de la calle,
ríe, por que tu risa
será para mis manos
como una espada fresca.
Junto al mar en otoño,
tu risa debe alzar
su cascada de espuma,
y en primavera, amor,
quiero tu risa como
la flor que yo esperaba,
la flor azul, la rosa
de mi patria sonora.
Ríete de la noche,
del día, de la luna,
ríete de las calles
torcidas de la isla,
ríete de este torpe
muchacho que te quiere,
pero cuando yo abro
los ojos y los cierro,
cuando mis pasos van,
cuando vuelven mis pasos,
niégame el pan, el aire,
la luz, la primavera,
pero tu risa nunca
por que me moriría.

miércoles, 6 de abril de 2016

La leyenda de la mariposa azul

Cuenta esta leyenda oriental, que hace muchos años, un hombre enviudó y quedó a cargo de sus dos hijas.

Las dos niñas eran muy curiosas, inteligentes y siempre tenían ansias de aprender. Constantemente invadían a preguntas a su padre, para satisfacer su hambre de querer saber. A veces, su padre podía responderles sabiamente, sin embargo, las preguntas de sus hijas le impedían darles una respuesta correcta o que convenciera a las pequeñas.

Viendo la inquietud de las dos niñas, decidió enviarlas de vacaciones a convivir y aprender con un sabio, el cual vivía en lo alto de una colina. El sabio era capaz de responder a todas las preguntas que las pequeñas le planteaban, sin ni siquiera dudar.
Sin embargo, las dos hermanas decidieron hacerle una pícara trampa al sabio, para medir su sabiduría. Una noche, ambas comenzaron a idear un plan: proponerle al sabio una pregunta que éste no fuera capaz de responder.
-¿Cómo podremos engañar al sabio? ¿Qué pregunta podríamos hacerle que no sea capaz de responder?- preguntó la hermana pequeña a la más mayor.
-Espera aquí, enseguida te lo mostraré- indicó la mayor.
La hermana mayor salió al monte y regresó al cabo de una hora. Tenía su delantal cerrado a modo de saco, escondiendo algo.
-¿Qué tienes ahí?- preguntó la hermana pequeña.
La hermana mayor metió su mano en el delantal y le mostró a la niña una hermosa mariposa azul.
-¡Qué belleza! ¿Qué vas a hacer con ella?
-Esta será nuestra arma para hacer la pregunta trampa al maestro. Iremos en su busca y esconderé esta mariposa en mi mano. Entonces le preguntaré al sabio si la mariposa que está en mi mano está viva o muerta. Si él responde que está viva, apretaré mi mano y la mataré. Si responde que está muerta, la dejaré libre. Por lo tanto, conteste lo que conteste, su respuesta será siempre errónea.
Aceptando la propuesta de la hermana mayor, amabas niñas fueron a buscar al sabio.
-Sabio- dijo la mayor- ¿Podría indicarnos si la mariposa que llevo en mi mano está viva o está muerta?
A lo que el sabio, con una sonrisa pícara, le contestó: “Depende de ti, ella está en tus manos”.