jueves, 31 de marzo de 2016

El barón rampante, Italo Calvino


Al día siguiente, cuando bajamos a la bodega a examinar los efectos de nuestro plan, a la luz de una vela inspeccionamos las paredes y los corredores. «¡Aquí hay uno! ¡Aquí otro! ¡Mira éste hasta dónde ha llegado!» Ya una hilera de caracoles sin grandes claros recorría el suelo y las paredes, del tonel al ventanuco, siguiendo nuestra pista. «¡Rápido,caracoles! ¡De prisa, escapad!», no pudimos contenernos de decirles, viendo los animalillos andar lentamente, no sin desviarse en inútiles rodeos por las desconchadas paredes de la bodega, atraídos por ocasionales depósitos y mohos y grumos; pero la bodega estaba oscura, abarrotada, accidentada; esperábamos que nadie pudiera descubrirlos, que todos tuvieran tiempo de escapar.
  
En cambio, aquel alma sin paz de nuestra hermana Battista de noche recorría toda la casa a la caza de ratones, sosteniendo un candelabro, y con la escopeta bajo el brazo. Aquella noche pasó por la bodega, y la luz del candelabro iluminó un caracol perdido en el techo, con la estela de baba argéntea. Retumbó un disparo. Todos en las camas nos sobresaltamos, pero enseguida volvimos a hundir la cabeza en la almohada, acostumbrados como estábamos a las cacerías nocturnas de la monja doméstica. Pero Battista, destruido el caracol y desplomado un trozo de revoque con aquel escopetazo irrazonable, comenzó a gritar con su vocecilla estridente: «¡Socorro! ¡Se escapan todos!¡Socorro!» Acudieron los criados medio desnudos, nuestro padre armado con un sable, el abate sin peluca, y el caballero abogado, aún antes de entender nada, por miedo a incordios, escapó al campo y se fue a dormir a un pajar.
  
Al claror de las antorchas todos se pusieron a dar caza a los caracoles por la bodega,aunque a nadie le importaran gran cosa, pero ahora ya estaban despiertos y no querían admitir, por el amor propio de siempre, que se habían molestado para nada. Descubrieron el agujero en el tonel y comprendieron en seguida que habíamos sido nosotros. Nuestro padre vino a calentarnos a la cama, con el látigo del cochero. Acabamos recubiertos de estrías violetas en la espalda, las nalgas y las piernas, encerrados en un triste cuartucho a modo de prisión.
  
Nos tuvieron allí tres días, a pan, agua, ensalada y sopa fría (que, por suerte, nos gustaba). Después, la primera comida en familia, como si nada hubiese ocurrido, todos de maravilla, aquel mediodía del 15 de junio; ¿y qué había preparado nuestra hermana Battista, encargada de la cocina? Sopa de caracoles y guiso de caracoles. Cósimo no quiso tocar ni siquiera un caparazón. «¡Comed u os volvemos a encerrar de inmediato en el cuartucho!» Yo cedí, y empecé a tragarme los moluscos. (Fue un poco una bajeza por mi parte, que hizo que mi hermano se sintiera más solo, por lo que en su abandonarnos había también una protesta contra mí, que lo había decepcionado; pero sólo tenía ocho años, y además ¿de qué sirve comparar mi fuerza de voluntad, o mejor, la que podía tener de niño con la obstinación sobrehumana que marcó la vida de mi hermano?)
  
- ¿Y eso? - dijo nuestro padre a Cósimo.

- ¡No y no! - dijo Cósimo, y rechazó el plato.

- ¡Fuera de esta mesa! Pero Cósimo ya nos había vuelto las espaldas y estaba saliendo del comedor.
- ¿Adónde vas? Lo veíamos por la puerta de cristales mientras cogía su tricornio y su espadín en el vestíbulo.
- ¡Lo sé yo! - y corrió hacia el jardín.
- Nunca cambiaré de idea - dijo mi hermano desde la rama.
- ¡Ya verás, en cuanto bajes!
- ¡No bajaré nunca más! Y mantuvo su palabra.


  
Al cabo de un momento, por las ventanas, vimos que trepaba por la encina. Iba vestido y acicalado con gran pulcritud, tal como nuestro padre quería que viniese a la mesa, pesea sus doce años: cabellos empolvados con lazo en la coleta, tricornio, corbata de encaje, frac verde con colas, calzones de color malva, espadín, y polainas altas de piel blanca hasta medio muslo, única concesión a una forma de vestir más acorde con nuestra vida campestre. (Yo, como sólo tenía ocho años, estaba dispensado de los polvos en los cabellos, salvo en las ocasiones de gala, y del espadín, que en cambio me habría gustado llevar). Así que subía por el nudoso árbol, moviendo brazos y piernas por las ramas con la seguridad y rapidez que se debían a la larga práctica llevada a cabo conjuntamente.
  
Ya he dicho que en los árboles pasábamos horas y horas, y no por algún motivo provechoso como hacen tantos chicos, que suben a ellos sólo para buscar fruta o nidos de pájaros, sino por el placer de salvar salientes del tronco y horcaduras, y llegar lo más arriba posible, y encontrar sitios adecuados donde entretenernos mirando el mundo allá abajo, y poder gastar bromas a quien pasara por debajo. Consideré pues natural que el primer pensamiento de Cósimo, en aquel injusto ensañarse contra él, hubiese sido el de trepar a la encina, árbol que nos era familiar, y que teniendo las ramas a la altura de las ventanas del comedor, imponía su actitud desdeñosa y ofendida a la vista de toda la familia.
  
- Vorsicht! Vorsicht! Pobre, ¡se va a caer! - exclamó ansiosa nuestra madre, que nos habría visto de buena gana a la carga bajo los cañonazos, en tanto que se inquietaba por todos nuestros juegos.
  
Cósimo subió hasta la horquilla de una gruesa rama en donde podía estar cómodo, y se sentó allí, con las piernas que le colgaban, cruzado de brazos con las manos bajo los sobacos, la cabeza hundida entre los hombros, el tricornio calado sobre la frente. Nuestro padre se asomó al antepecho.
  
- ¡Cuando te canses de estar ahí ya cambiarás de idea! - le gritó.

miércoles, 30 de marzo de 2016

La poesía es un arma cargada de futuro, Gabriel Celaya

Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmado,
como un pulso que golpea las tinieblas,

cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.

Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.

Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.

Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.

Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.

Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.

Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.

No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.

Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.
  

jueves, 17 de marzo de 2016

La saeta, Antonio Machado


¿ Quién me presta una escalerapara subir al madero,para quitarle los clavosa Jesús el Nazareno?Saeta popular



 ¡Oh, la saeta, el cantar
al Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar!
¡Cantar del pueblo andaluz,
que todas las primaveras
anda pidiendo escaleras
para subir a la cruz!
¡Cantar de la tierra mía,
que echa flores
al Jesús de la agonía,
y es la fe de mis mayores!
¡Oh, no eres tú mi cantar!
¡No puedo cantar, ni quiero
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar!


miércoles, 16 de marzo de 2016

El maestro Hora y Momo, Michael Ende

Siguieron paseando por la gran sala y el maestro Hora le fue enseñando más cosas todavía, pero Momo todavía estaba pensando en el acertijo.
-Dime -dijo al final-, ¿qué es el tiempo, de verdad.
- Si acabas de descubrirlo tú misma -le contestó el maestro Hora.
-No -dijo Momo-, quiero decir el tiempo mismo. Tiene que ser una cosa u otra. Existe. ¿Qué es, en realidad?
-Sería bonito -contestó el maestro Hora- que también a esto pudieras contestar tú misma.
Momo reflexionó largo rato.
-Esta ahí -dijo, hundida en sus pensamientos-, eso es seguro. Pero no se le puede tocar. Ni retener. ¿Acaso sea algo parecido a un olor? Pero también es algo que siempre pasa. Así que tiene que venir de algún lugar. ¿Acaso es algo así como el viento? O no. Ya lo sé. Quizá sea una especie de música que no se oye porque suena siempre. Aunque creo que ya le he oído alguna vez, muy bajito.
-Lo sé -asintió el maestro Hora-, por eso pude hacerte venir hasta aquí.
-Pero aún tiene que ser algo más -continuó Momo, que seguía persiguiendo sus pensamientos-, porque la música venía de muy lejos, pero sonaba muy dentro de mí. Puede que con el tiempo ocurra lo mismo. -Calló, trastornada, y añadió perpleja-: Quiero decir, como las olas se originan en el agua por el viento. Bah, no estoy diciendo más que tonterías.
-Creo -dijo el maestro Hora-, que lo has dicho de un modo muy bonito. Por eso te voy a confiar un secreto: de aquí, de la casa de Ninguna Parte, en la calle de Jamás, vine el tiempo de todos los hombres.
Momo le miró, admirada.
-Oh! -dijo en voz baja-. ¿Lo haces tú mismo?
El maestro Hora volvió a sonreír.
-No, querida niña. Yo sólo soy el administrador. Mi obligación es dar a cada hombre el tiempo que le está destinado.
-¿No podrías organizarlo de tal manera -preguntó Momo-, que los ladrones de tiempo no pudieran robar más a los hombres?
-No, eso no puedo hacerlo -contestó el maestro Hora-, porque lo que los hombres hacen con su tiempo, tienen que decidirlo ellos mismos. También son ellos quienes han de defenderlo. Yo sólo puedo adjudicárselo.
Momo recorrió con la mirada la sal y preguntó:
-Para eso tienes tantos relojes, ¿no? ¿Uno para cada hombre?
-No, Momo -contestó el maestro Hora-. Esos relojes no son más que una afición mía. Sólo son reproducciones muy imperfectas de algo que todo hombre lleva en su pecho. Porque al igual que tenéis ojos para ver la luz, oídos para oír los sonidos, tenéis un corazón para percibir, con él, el tiempo. Y todo el tiempo que no se percibe con el corazón está tan perdido como los colores del arco iris para un ciego o el canto de un pájaro para un sordo. Pero, por desgracia, hay corazones ciegos y sordos que no perciben nada, a pesar de latir.
-¿Y si un día mi corazón dejara de latir? -preguntó Momo.
-Entonces -replicó el Maestro Hora-, el tiempo se habrá acabado para ti, mi niña. También se podría decir que eres tú quien vuelve a través del tiempo, a través de todos tus días y noches, tus meses y años. Regresas a través de tu vida hasta llegar al portal de palta por el que una vez entraste. Por allí vuelves a salir.
-Y, ¿qué hay del otro lado?
-Entonces has llegado al lugar de donde procede la música que, muy bajito, ya has oído alguna vez. Pero entonces tú formas parte de ella, eres un sonidod entro de ella.
Miro, inquisitivo, a Momo.
-Pero eso no podrás entenderlo todavía, ¿verdad?
-Sí, -contestó Momo-, creo que sí.
Recordó su camino a través de la calle de jamás, en la que había vivido todo al revés, y preguntó:
- ¿Eres tú al muerte?
El maestro Hora sonrió y calló un rato antes de contestar:
- Si los hombres supiesen lo que es la muerte ya no le tendrían miedo. Y si ya no le tuvieran miedo, nadie podría robarles, nunca más, su tiempo de vida.
-No hace falta más que decírselo -propuso Momo.
-¿Tú crees? -preguntó el maestro Hora-. Yo se lo digo con cada hora que les adjudico. Pero creo que no quieren escucharlo. Prefieren creer a aquellos que les dan miedo. Eso también es un enigma.
-Yo no tengo miedo -dijo Momo. (…)

Michael Ende, Momo, Madrid: Alfaguara, 2000, páginas 151-153.

martes, 15 de marzo de 2016

Digo vivir, Blas de Otero

Porque vivir se ha puesto al rojo vivo. 
(Siempre la sangre, oh Dios, fue colorada.)
Digo vivir, vivir como si nada
hubiese de quedar de lo que escribo.

Porque escribir es viento fugitivo,
y publicar, columna arrinconada.
Digo vivir, vivir a pulso, airada-
mente morir, citar desde el estribo.

Vuelvo a la vida con mi muerte al hombro,
abominando cuanto he escrito: escombro
del hombre aquel que fui cuando callaba.

Ahora vuelvo a mi ser, torno a mi obra
más inmortal: aquella fiesta brava
del vivir y el morir. Lo demás sobra.

lunes, 14 de marzo de 2016

La cenicienta, James Finn Garner


Erase una vez una joven llamada Cenicienta cuya madre natural había muerto siendo ella muy niña. Pocos años después, su padre había contraído matrimonio con una viuda que tenía dos hijas mayores. La madre política de Cenicienta la trataba con notable crueldad, y sus hermanas políticas le hacían la vida sumamente dura, como si en ella tuvieran a una empleada personal sin derecho a salario. 

Un día, les llegó una invitación. El príncipe proyectaba celebrar un baile de disfraces para conmemorar la explotación a la que sometía a los desposeídos y al campesinado marginal. A las hermanas políticas de Cenicienta les emocionó considerablemente verse invitadas a palacio, y comenzaron a planificar los costosos atavíos que habrían de emplear para alterar y esclavizar sus imágenes corporales naturales con vistas a emular modelos irreales de belleza femenina. (Especialmente irreales en su caso, dado que desde el punto de vista estético se hallaban lo bastante limitadas como para parar un tren.) La madre política de Cenicienta también planeaba asistir al baile, por lo que Cenicienta se vio obligada a trabajar como un perro (metáfora tan apropiada como desafortunadamente denigratoria de la especie canina). 

Cuando llegó el día del baile. Cenicienta ayudó a su madre y hermanas políticas a ponerse sus vestidos. Se trataba de una tarea formidable: era como intentar apelmazar cuatro kilos y medio de carne animal no humana en un pellejo con capacidad para contener apenas la mitad. A continuación, vino la colosal intensificación cosmética, proceso que resulta preferible no describir aquí en absoluto. Al caer la tarde, la madre y hermanas políticas de Cenicienta la dejaron sola con órdenes de concluir sus labores caseras. Cenicienta se sintió apenada, pero se contentó con la idea de poder escuchar sus discos de canción protesta. 

Súbitamente, surgió un destello de luz y Cenicienta pudo ver frente a ella a un hombre ataviado con holgadas prendas de algodón y un sombrero de ala ancha. Al principio, pensó que se trataba de un abogado del Sur o de un director de banda, pero el recién llegado no tardó en sacarla de su error.

-Hola, Cenicienta, soy el responsable de tu padrinazgo en el reino de las hadas o, si lo prefieres, tu representante sobrenatural privado. ¿Así que deseas asistir al baile, no es cierto? ¿Y ceñirte, con ello, al concepto masculino de belleza? ¿Apretujarte en un estrecho vestido que no hará sino cortarte la circulación? ¿Embutir los pies en unos zapatos de tacón alto que echarán a perder tu estructura ósea? ¿Pintarte el rostro con cosméticos y productos químicos de efectos previamente ensayados en animales no humanos?

-Oh, sí, ya lo creo -repuso ella al instante. Su representante sobrenatural dejó escapar un profundo suspiro y decidió aplazar la educación política de la joven para otro día. Recurriendo a su magia, la envolvió de una hermosa y brillante luz y la transportó hasta el palacio. 

Frente a sus puertas, podía verse aquella noche una interminable hilera de carruajes: aparentemente, a nadie se le había ocurrido compartir su vehículo con otras personas. Y llegó Cenicienta en un pesado carruaje dorado que arrastraba con enorme esfuerzo un tiro de esclavos equinos. La joven iba vestida con una ajustada túnica fabricada con seda arrebatada a inocentes gusanos, y llevaba los cabellos adornados con perlas producto del saqueo de laboriosas ostras indefensas. Y en los pies, por arriesgado que ello pueda parecer, llevaba unos zapatos labrados en fino cristal.

Al entrar Cenicienta en el salón de baile, todas las cabezas se volvieron hacia ella. Los hombres admiraron y codiciaron a aquella mujer que tan perfectamente había sabido satisfacer la estética de muñeca Barbie que unos y otros aplicaban a su concepto de atractivo femenino. Las mujeres, por su parte, adiestradas desde su más tierna edad en el desprecio de sus propios cuerpos, contemplaron a Cenicienta con envidia y rencor. Ni siquiera su propia madre y hermanas políticas, consumidas por los celos, fueron capaces de reconocerla. 

Cenicienta no tardó en captar la mirada errante del príncipe, quien se encontraba en aquel momento ocupado discutiendo acerca de torneos y peleas de osos con sus amigóles. Al verla, el príncipe se sintió temporalmente incapaz de hablar con la misma libertad que la generalidad de la población. «He aquí -pensó-, una mujer a la que podría convertir en mi princesa e impregnar con la progenie de mis perfectos genes, lo que me convertiría en la envidia del resto de los príncipes en varios kilómetros a la redonda. ¡Y encima es rubia!» 

El príncipe se dispuso a atravesar el salón de baile en dirección a su presa. Sus amigos siguieron sus pasos en pos de Cenicienta, y todos aquellos varones presentes en la sala que contaban menos de setenta años de edad y no estaban ocupados sirviendo copas hicieron lo propio. 

Cenicienta, orgullosa de la conmoción que estaba causando, avanzaba con la cabeza alta, adoptando el porte propio de una mujer de elevada condición social. Pronto, sin embargo, resultó evidente que dicha conmoción se estaba convirtiendo en algo desagradable o, al menos, susceptible de producir disfunción social. 

El príncipe había declarado de modo inequívoco a sus amigos que tenía intención de «poseer» a aquella joven mujer. Su determinación, no obstante, había Irritado a sus compañeros, ya que también ellos la codiciaban y pretendían poseerla. Los hombres comenzaron a gritarse y empujarse unos a otros. El mejor amigo del príncipe, un duque tan robusto como cerebralmente constreñido, le detuvo a medio camino de la pista de baile e insistió en que él sería quien consiguiera a Cenicienta. La respuesta del príncipe consistió en un rápido puntapié en la Ingle, lo que dejó al duque temporalmente inactivo. El príncipe, sin embargo, se vio inmovilizado por otros varones sexualmente enloquecidos y desapareció bajo una montaña de animales humanos. 

Las mujeres contemplaban la escena, espantadas ante aquella depravada exhibición de testosterona, pero, por más que lo intentaron, se vieron incapaces de separar a los combatientes. A sus ojos, parecía que no era otra que Cenicienta la causa del problema, por lo que la rodearon dando muestras de una nada fraternal hostilidad. Ella trató de escapar, pero sus incómodos zapatos de cristal lo hacían casi imposible. Afortunadamente para ella, ninguna de sus rivales había acudido mejor calzada. El estruendo creció hasta el punto de que nadie oyó que el reloj de la torre estaba dando las doce. 

Al sonar la última campanada, la hermosa túnica y los zapatos de Cenicienta se esfumaron y la joven se vio nuevamente ataviada con sus viejos harapos de campesina. Su madre y hermanas políticas la reconocieron de Inmediato, pero guardaron silencio para evitar una situación embarazosa. 

Ante aquella mágica transformación, todas las mujeres enmudecieron. Liberada del estorbo de su túnica y de sus zapatos, Cenicienta suspiró, se estiró y se rascó los costados. A continuación, sonrió, cerró los ojos y dijo: 
-Y ahora, hermanas, podéis matarme si así lo deseáis, pero al menos moriré contenta. 

Las mujeres que la rodeaban volvieron a experimentar una sensación de envidia, pero esta vez enfocaron la situación desde una perspectiva diferente: en lugar de perseguir venganza, comenzaron desprenderse de los corpiños, corsés, zapatos y demás prendas que las limitaban. Inmediatamente, empezaron a bailar a saltar y a gritar de alegría, pues se sentían al fin cómodas con su prendas interiores y sus pies descalzos. 


De haber distraído los varones la mirada de su machista orgía de destrucción, habrían podido ver a numerosas mujeres ataviadas tal y como normalmente acuden al tocador. Sin embargo, no cesaron de golpearse, aporrearse, patearse y arañarse hasta perecer todos, desde el primero hasta el último. Las mujeres chasquearon los labios, sin experimentar remordimiento alguno. 

El palacio y el reino habían pasado a ser suyos. Su primer acto oficial consistió en vestir a los hombres con sus propios vestidos y afirmar ante los medios de comunicación que los disturbios habían surgido cuando algunas personas amenazaron con revelar la tendencia del príncipe y de sus amigos al travestismo. El segundo fue fundar una cooperativa textil destinada únicamente a la producción de prendas femeninas confortables y prácticas. A continuación, colgaron un cartel en el castillo anunciando la venta de CeniPrendas (pues así se denominaba la nueva línea de vestido) y, gracias a su actitud emprendedora y a sus hábiles sistemas de comercialización, todas -incluidas la madre y hermanas políticas de Cenicienta- vivieron felices para siempre. 
Garner, J. F. (1995). Cuentos infantiles políticamente correctos. Barcelona: Circe. 

viernes, 11 de marzo de 2016

En que satisfaga un recelo, Sor Juana Inés de la Cruz


Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba.

Y Amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía,
pues entre el llanto que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.

Baste ya de rigores, mi bien, baste,
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu quietud contraste

con sombras necias, con indicios vanos:
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos.

jueves, 10 de marzo de 2016

Caperucita en Manhattan, Carmen Martín Gaite

Caperucita en Central Park
Sara se encontró sola en un claro de árboles de Central Park; llevaba mucho rato andando abstraída, sin dejar de pensar, había perdido la noción del tiempo y estaba cansada. Vio un banco y se sentó en él, dejando al lado la cesta con la tarta. Aunque no pasaba nadie y estaba bastante oscuro, no tenía miedo. Pero sí mucha emoción. Y una leve sensación de mareo bastante gustosa, como cuando empezó a levantarse de la cama, convaleciente de aquellas fiebres raras de su primera infancia. El encuentro con miss Lunatic le había dejado en el alma un rastro de irrealidad parecido al que experimentó al salir de aquellas fiebres y acordarse de que a Aurelio ya nunca lo iba a conocer. [...]
Estaba tan absorta en sus recuerdos y ensoñaciones que, cuando oyó unos pasos entre la maleza a sus espaldas, se figuró que sería el ruido del viento sobre las hojas o el correteo de alguna ardilla, de las muchas que había visto desde que entró en el bosque. Por eso cuando descubrió los zapatos negros de un hombre que estaba de pie, plantado delante de ella, se llevó un poco de susto. [...]
Pero al alzar los ojos para mirarlo, sus temores se disiparon en parte. Era un señor bien vestido, con sombrero gris y guantes de cabritilla, sin la menor pinta de asesino. Claro que en el cine ésos a veces son los peores. Y además no decía nada, ni se movía apenas. Solamente las aletas de su nariz afilada se dilataban como olfateando algo, lo cual le daba cierto toque de animal al acecho. Pero en cambio la mirada parecía de fiar; era evidentemente la de un hombre solitario y triste. De pronto sonrió. Y Sara le devolvió la sonrisa.
—¿Qué haces aquí tan sola, hermosa niña? —le preguntó cortésmente—. ¿Esperabas a alguien?
—No, a nadie. Simplemente estaba pensando.
—¡Qué casualidad! —dijo él—. Ayer más o menos me encontré a estas horas una persona que me contestó lo mismo que tú. ¿No te parece raro?
—A mí no. Es que la gente suele pensar mucho. Y cuando está sola más.
—¿Vives por este barrio? —preguntó el hombre mientras se quitaba los guantes. 
—No, no tengo esa suerte. Mi abuela dice que es el mejor barrio de Manhattan. Ella vive al norte, por Morningside. Voy a verla ahora y a llevarle una tarta de fresa que ha hecho mi madre.
De pronto, la imagen de su abuela, esperándola tal vez con algo de cena preparada, mientras leía una novela policíaca, le parecía tan grata y acogedora que se puso en pie. Tenía que contarle muchas cosas, hablaría hasta caerse de sueño, sin mirar el reloj. ¡Iba a ser tan divertido!
De la transformación de miss Lunatic en madame Bartholdi no le podía hablar, porque era un secreto. Pero con todo lo demás ya había material de sobra para hacer un cuento bien largo.
Se disponía a coger la cestita, cuando notó que aquel señor se adelantaba a hacerlo, alargando una mano con grueso anillo de oro en el dedo índice.
Le miró, había acercado la cesta a su rostro afilado rodeado de un pelo rojizo que le asomaba por debajo del sombrero, estaba oliendo la tarta y sus ojillos brillaban con cordial codicia.
—¿Tarta de fresa? ¡Ya decía yo que olía a tarta de fresa! ¿La llevas ahí dentro, verdad querida niña?
Era una voz la suya tan suplicante y ansiosa que a Sara le dio pena, y pensó que tal vez pudiera tener hambre, a pesar del aspecto distinguido. ¡En Manhattan pasan cosas tan raras! [...]

Carmen Martín Gaite: Caperucita en Manhattan (Ed. Siruela, 1990. pp. 161-164)
Ilustración de la autora para la edición de Siruela

miércoles, 9 de marzo de 2016

Mujeres del mercado, Ángela Figuera Aymerich

Son de cal y salmuera. Viejas ya desde siempre.

Armadura oxidada con relleno de escombros.
Tienen duros los ojos como fría cellisca.
Los cabellos marchitos como hierba pisada.
Y un vinagre maligno les recorre las venas.

Van temprano a la compra. Huronean los puestos.
Casi escarban. Eligen los tomates chafados.
Las naranjas mohosas. Maceradas verduras
que ya huelen a estiércol. Compran sangre cocida
en cilindros oscuros como quesos de lodo
y esos bofes que muestran, sonrosados y túmidos,
una obscena apariencia.

Al pagar, un suspiro les separa los labios
explorando morosas en el vientre mugriento
de un enorme y raído monedero sin asas
con un miedo feroz a topar de improviso
en su fondo la última cochambrosa moneda.

Siempre llevan un hijo todo greñas y mocos,
que les cuelga y arrastra de la falda pringosa
chupeteando una monda de manzana o de plátano.
Lo manejan a gritos, a empellones. Se alejan
maltratando el esparto de la sucia alpargata.

Van a un patio con moscas. Con chiquillos y perros.
Con vecinas que riñen. A un fogón pestilente.
A un barreño de ropa por lavar. A un marido
con olor a aguardiente y a sudor y a colilla.

Que mastica en silencio. Que blasfema y escupe.
Que tal vez por la noche, en la fétida alcoba,
sin caricias ni halagos, con brutal impaciencia
de animal instintivo, les castigue la entraña
con el peso agobiante de otro mísero fruto.
Otro largo cansancio.

                 Los días duros (1953)

martes, 8 de marzo de 2016

Dignifica, Lila Downs


Allá en la noche un grito,
Y se escucha lejano.
Cuentan al sur,
Es la voz del silencio.
En este armario hay un gato encerrado,
Porque una mujer,
Porque una mujer,
Defendió su derecho.


De la montaña se escucha la voz de una rayo,
Es el relámpago claro de la verdad.
En esta vida santa que nadie perdona nada,
Pero si una mujer, pero si una mujer,
Pelea por su dignidad.
Ay, morena,
Morenita mía,
No te olvidaré.
Ay, morena,
Morenita mía,
No te olvidaré.

Que me doy mi lugar porque yo soy mujer,
Y todo lo que me pasa no me lo puedo creer,
Tanto tú y la mentira y los cholos me ven,
Si lo quiero o no quiero es mi gusto querer.
De tu carne a mi carne, dame un taco de res,
Los prefiero y los quiero al que me dé de comer,
Ya probé el que es ajeno, es el pan que no quiero,
Que la voluntad del cielo me mande al primero,
Que me quiera como soy, a ese sí que no lo quiero.


A ese sí que no quiero
A ese sí que no quiero.
Te seguí los pasos, niña,
Hasta llegar a la montaña,
Y seguí la ruta de Dios,
Que las animas acompañan.
Te seguí los pasos, niña,
Hasta llegar a la montaña,
Y seguí la ruta de Dios,
Que las animas acompañan.
Allá en la noche un grito,
Y se escucha lejano.

Cuentan al sur,
Es la voz del silencio.
En este armario hay un gato encerrado,

Porque una mujer,

Porque una mujer,
Defendió su derecho.
De la montaña se escucha la voz de una rayo,
Es el relámpago claro de la verdad.
En esta vida santa que nadie perdona nada,
Pero si una mujer, pero si una mujer,
Pelea por su dignidad.
Ay, morena,
Morenita mía,
No te olvidaré.

Hoy se celebra el día internacional de la Mujer Trabajadora. 

lunes, 7 de marzo de 2016

A salvo en sus cámaras de albastro, Emily Dickinson

A salvo en sus cámaras de alabastro,
Insensibles al amanecer y al mediodía,
Duermen los mansos miembros de la resurrección,
Viga de raso y techo de piedra.

La luz se ríe de la brisa en su castillo sobre ellos,
Murmura la abeja en un oído imperturbable;
Trinan los dulces pájaros en cadencia ignorada,
-Ah, ¡cuánta sagacidad aquí perecida!

Solemnes pasan los años, crecientes, sobre ellos;
Los mundos recogen sus arcos y los firmamentos reman,
Se arrojan diademas y se rinden los dux,
Tácitos como puntos sobre un disco de nieve.



SAFE in their alabaster chambers,
Untouched by morning and untouched by noon,
Sleep the meek members of the resurrection,
Rafter of satin, and roof of stone.
  
Light laughs the breeze in her castle of sunshine;        
Babbles the bee in a stolid ear;
Pipe the sweet birds in ignorant cadence,—
Ah, what sagacity perished here!
  
Grand go the years in the crescent above them;
Worlds scoop their arcs, and firmaments row,        
Diadems drop and Doges surrender,
Soundless as dots on a disk of snow.

viernes, 4 de marzo de 2016

Aparente quietud, Emilio Prados


Aparente quietud ante tus ojos,
aquí, esta herida -no hay ajenos límites-,
hoy es el fiel de tu equilibrio estable.
La herida es tuya, el cuerpo en que está abierta
es tuyo, aun yerto y lívido. Ven, toca,
baja, más cerca. ¿Acaso ves tu origen
entrando por tus ojos a esta parte
contraria de la vida? ¿Qué has hallado?
¿Algo que no sea tuyo en permanencia?
Tira tu daga. Tira tus sentidos.
Dentro de ti te engendra lo que has dado,
fue tuyo y siempre es acción continua.
Esta herida es testigo: nadie ha muerto. 

miércoles, 2 de marzo de 2016

ECO Y NARCISO

Eco era una ninfa que habitaba en el bosque junto a otras ninfas amigas y le gustaba cazar por lo que era una de las favoritas de la diosa Artemisa...

Pero Eco tenía un grave defecto: Era muy conversadora y además en cualquier conversación o discusión, siempre quería tener la última palabra.

Cierto día, la diosa Hera salió en busca de su marido Zeus, al que le gustaba divertirse entre las ninfas. Cuando Hera llegó al bosque de las ninfas, Eco, la entretuvo con su conversación mientras las ninfas huían del lugar.

Cuando Hera descubrió su trampa la condenó diciendo:- Por haberme engañado y a partir de este momento, pederás el uso de la lengua. Y ya que te gusta tanto tener la última palabra solo podrás responder con la última palabra que escuches ¡Jamás podrás volver a hablar en primer lugar!


Eco, con su maldición a cuestas se dedicó a la cacería recorriendo montes y bosques. Un día vio a un hermoso joven llamado Narciso y se enamoró perdidamente de él. Deseó fervientemente poder conversar con él, pero tenía la palabra vedada. Entonces comenzó a perseguirlo esperando que Narciso le hablara en algún momento.

En cierto momento, en que Narciso estaba solo en el bosque y escuchó un crujir de ramas a sus espaldas y gritó:

-¿Hay alguien aquí?

Eco respondió: -Aquí.

Como Narciso no vio a nadie volvió a gritar: -Ven.

Y Eco contestó: -Ven.

Como nadie se acercaba, Narciso dijo:- ¿Por qué huyes de mí? Unámonos

La ninfa, loca de amor se lanzó entre sus brazos diciendo:- Unámonos

Narciso dio un salto hacia atrás diciendo:- Aléjate de mi! Prefiero morirme a pertenecerte!

Ante el fuerte rechazo de Narciso, Eco sintió una vergüenza tan grande que llorando se recluyó en las cavernas y en los picos de las montañas. La tristeza consumió su cuerpo hasta pulverizarlo. Solo quedó su voz para responder con la última palabra a cualquiera que le hable y por eso desde entonces cuando hablamos en cavernas y montañas escuchamos como ECO nos responde siempre, pero sólo a nuestra última palabra.......

Narciso no solo rechazó a Eco, sino que su crueldad se manifestó también entre otras ninfas que se enamoraron de él. Una de esas ninfas, que había intentado ganar su amor sin lograrlo le suplicó a la diosa Hera que Narciso sintiera algún día lo que era amar sin ser correspondido y la diosa respondió favorablemente a su súplica.


Escondida en el bosque, había una fuente de agua cristalina. Tan clara y mansa era la fuente que parecía un espejo. Un día Narciso se acercó a beber y al ver su propia imagen reflejada pensó que era un espíritu del agua que habitaba en ese lugar. Quedó extasiado al ver ese rostro perfecto. Los rubios cabellos ondulados, el azul profundo de sus ojos y se enamoró perdidamente de esa imagen.Deseó alejarse, pero la atracción que ejercía sobre él era tan fuerte que no lograba separase, sino que por el contrario deseó besar y abrazar con todas sus fuerzas esa imagen que veía. Se había enamorado de si mismo.

Desesperado, Narciso comenzó a hablarle:- ¿Por qué huyes de mí, hermoso espíritu de las aguas? Si sonrío, sonríes. Si estiro mis brazos hacia ti, tú también los estiras. No comprendo.


Todas las ninfas me aman, pero no quieres acercarte.- Mientras hablaba una lágrima cayó de sus ojos. La imagen reflejada se nubló y Narciso suplicó: -Te ruego que te quedes junto a mí. Ya que me resulta imposible tocarte, deja que te contemple.

Narciso continuó prendado de si mismo, ni comía, ni bebía por no apartarse de la imagen que lo enamoraba hasta que terminó consumiéndose y murió.
Las ninfas quisieron darle sepultura, pero no encontraron el cuerpo en ninguna parte. En su lugar apareció una flor hermosa de hojas blancas que para conservar su recuerdo lleva el nombre de Narciso.

John William Waterhouse, 1903

martes, 1 de marzo de 2016

Palabras para Julia, Jose Agustín Goytisolo

Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable.
 
Hija mía es mejor vivir
con la alegría de los hombres
que llorar ante un muro ciego.
 
Te sentirás acorralada
te sentiras perdida y sola
tal vez querrás no haber nacido.
 
Yo sé muy bien que te dirán
que la vida no tiene objeto
que es un asunto desgraciado.
 
Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en tí como ahora pienso.
 
Un hombre sólo una mujer
así tomados de uno en uno
son como polvo no son nada.
 
Pero cuando yo te hablo a tí
cuando te escribo estas palabras
pienso también en otros hombres.
 
Tu destino está en los demás
tu futuro es tu propia vida
tu dignidad es la de todos.
 
Otros esperan que resistas
que les ayude tu alegría
tu canción entre sus canciones.
 
Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en tí como ahora pienso.
 
Nunca te entregues ni te apartes
junto al camino nunca digas
no puedo más y aquí me quedo.
 
La vida es bella ya verás
como a pesar de los pesares
tendrás amor tendrás amigos.
 
Por lo demás no hay elección
y este mundo tal como es
será todo tu patrimonio.