jueves, 10 de marzo de 2016

Caperucita en Manhattan, Carmen Martín Gaite

Caperucita en Central Park
Sara se encontró sola en un claro de árboles de Central Park; llevaba mucho rato andando abstraída, sin dejar de pensar, había perdido la noción del tiempo y estaba cansada. Vio un banco y se sentó en él, dejando al lado la cesta con la tarta. Aunque no pasaba nadie y estaba bastante oscuro, no tenía miedo. Pero sí mucha emoción. Y una leve sensación de mareo bastante gustosa, como cuando empezó a levantarse de la cama, convaleciente de aquellas fiebres raras de su primera infancia. El encuentro con miss Lunatic le había dejado en el alma un rastro de irrealidad parecido al que experimentó al salir de aquellas fiebres y acordarse de que a Aurelio ya nunca lo iba a conocer. [...]
Estaba tan absorta en sus recuerdos y ensoñaciones que, cuando oyó unos pasos entre la maleza a sus espaldas, se figuró que sería el ruido del viento sobre las hojas o el correteo de alguna ardilla, de las muchas que había visto desde que entró en el bosque. Por eso cuando descubrió los zapatos negros de un hombre que estaba de pie, plantado delante de ella, se llevó un poco de susto. [...]
Pero al alzar los ojos para mirarlo, sus temores se disiparon en parte. Era un señor bien vestido, con sombrero gris y guantes de cabritilla, sin la menor pinta de asesino. Claro que en el cine ésos a veces son los peores. Y además no decía nada, ni se movía apenas. Solamente las aletas de su nariz afilada se dilataban como olfateando algo, lo cual le daba cierto toque de animal al acecho. Pero en cambio la mirada parecía de fiar; era evidentemente la de un hombre solitario y triste. De pronto sonrió. Y Sara le devolvió la sonrisa.
—¿Qué haces aquí tan sola, hermosa niña? —le preguntó cortésmente—. ¿Esperabas a alguien?
—No, a nadie. Simplemente estaba pensando.
—¡Qué casualidad! —dijo él—. Ayer más o menos me encontré a estas horas una persona que me contestó lo mismo que tú. ¿No te parece raro?
—A mí no. Es que la gente suele pensar mucho. Y cuando está sola más.
—¿Vives por este barrio? —preguntó el hombre mientras se quitaba los guantes. 
—No, no tengo esa suerte. Mi abuela dice que es el mejor barrio de Manhattan. Ella vive al norte, por Morningside. Voy a verla ahora y a llevarle una tarta de fresa que ha hecho mi madre.
De pronto, la imagen de su abuela, esperándola tal vez con algo de cena preparada, mientras leía una novela policíaca, le parecía tan grata y acogedora que se puso en pie. Tenía que contarle muchas cosas, hablaría hasta caerse de sueño, sin mirar el reloj. ¡Iba a ser tan divertido!
De la transformación de miss Lunatic en madame Bartholdi no le podía hablar, porque era un secreto. Pero con todo lo demás ya había material de sobra para hacer un cuento bien largo.
Se disponía a coger la cestita, cuando notó que aquel señor se adelantaba a hacerlo, alargando una mano con grueso anillo de oro en el dedo índice.
Le miró, había acercado la cesta a su rostro afilado rodeado de un pelo rojizo que le asomaba por debajo del sombrero, estaba oliendo la tarta y sus ojillos brillaban con cordial codicia.
—¿Tarta de fresa? ¡Ya decía yo que olía a tarta de fresa! ¿La llevas ahí dentro, verdad querida niña?
Era una voz la suya tan suplicante y ansiosa que a Sara le dio pena, y pensó que tal vez pudiera tener hambre, a pesar del aspecto distinguido. ¡En Manhattan pasan cosas tan raras! [...]

Carmen Martín Gaite: Caperucita en Manhattan (Ed. Siruela, 1990. pp. 161-164)
Ilustración de la autora para la edición de Siruela

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